Dicen que el chisme es malo, pero la mera verdad es que es un arte, una tradición y, siendo sinceros, hasta una necesidad biológica. No por nada en cada esquina hay una tía, una vecina o una comadre que se sabe el último chisme antes que el propio protagonista. Y es que, bien llevado, el chisme tiene más beneficios que un bolillo pa’l susto.
Para empezar, fortalece los lazos sociales. Compartir información (convenientemente filtrada, porque tampoco se trata de andar de lengua suelta) crea confianza entre amigos, vecinos y compañeros de chamba. Porque nada une más que un “¡No sabes lo que me acabo de enterar, mana!” seguido de un sorbo de café bien chismoso o, mejor aún, un taquito bien servido.
Además, el chisme es un excelente ejercicio para el cerebro. Hay que recordar los detalles, conectar puntos como detective de serie policiaca y hasta aplicar diplomacia para contar sin quemarse. Básicamente, es como jugar ajedrez, pero con puro mitote. Y ni se diga de la agilidad mental para fingir sorpresa cuando alguien nos cuenta lo que ya sabíamos desde hace tres días.
Y no podemos olvidar su poder terapéutico. Un buen chisme libera estrés, alegra el día y hasta cura el mal de amores (bueno, eso último no está científicamente comprobado, pero si ayuda un tequila, ¿por qué no un chismecito?). Desahogarse con alguien de confianza sobre la novela de la vecindad es más barato que terapia y mucho más entretenido.
Eso sí, hay que recordar la regla de oro: chisme con ética. Un buen chismoso informa, pero no deforma, porque una cosa es compartir lo que pasó y otra muy distinta es andar inventando cuentos más exagerados que un episodio de La Rosa de Guadalupe. Así que, la próxima vez que alguien critique el chisme, recuérdale que, bien manejado, es una herramienta social, un estímulo mental y hasta una actividad anti-estrés. ¡Casi como el yoga, pero con menos esfuerzo y más diversión! 😆