Antes que nada, habría que entender que el dolor se experimenta desde el punto de vista sensorial y emocional. Esto le da una doble naturaleza en ciertas especies, incluidos los seres humanos: desde el plano físico y desde el plano sensorial. Por esta razón, esta experiencia nace como respuesta a algún tipo de lesión, que puede producirse en cualquiera de los dos planos.
En este terreno, la experta hace una distinción fundamental: “No hay que confundirlo con la tolerancia al dolor, que es la intensidad máxima de dolor que somos capaces de soportar”.
En ningún momento de su trayectoria profesional, como cualquier neurólogo serio, ha asegurado que el rango del umbral del dolor depende del sexo biológico o del género de cada individuo. Por el contrario, se ven influenciados por la genética, factores sociales y emocionales.
La experiencia del dolor no es exclusiva de los seres humanos. Por el contrario, es una característica compartida en el reino animal, como una respuesta defensiva contra situaciones de peligro. Sin embargo, los roles de género impuestos al nacer asumen dos parámetros categóricos, que afectan a hombres y mujeres por igual:
Que las mujeres exageran al expresar dolor físico o emocional, porque son menos fuertes que sus pares varones.
Que los hombres no pueden manifestar ningún tipo de dolor para nada, pues eso corresponde a un género con menores capacidades de supervivencia y los hace ver débiles.
Ninguna de estas suposiciones culturalmente asignadas tiene fundamento científico alguno. Por el contrario, corresponden a marcos de referencia basados en un filtro machista que se decanta a cómo entendemos la realidad y nos relacionamos con ella.
Estas suposiciones han llevado a la ciencia sobre líneas de investigación sesgadas culturalmente, que hacen que este tipo de planteamientos flaqueen y sean quebradizos. Hoy en día, se sabe que la exageración es relativa a cada persona, y no tiene un sesgo condicionado por el género.